Discurso pronunciado por Emilio Pettoruti (1892-1971) al recibir el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de La Plata el 14 de octubre de 1969(
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Señoras y señores:
Comprenderán que no es sin una gran emoción que me encuentro entre ustedes, en esta oportunidad, dirigiéndoles mis saludos en la forma simple en que yo puedo hacerlo: hombre sin ninguna dote de orador que se expresa en un lenguaje que no es el de las palabras.
Éstas sin embargo no van a faltarme para decirles que me siento honrado de pertenecer a esta casa,: Academia de mi tierra de la que ya forman parte viejos y queridos compañeros con los que trabajé más de una vez para ensanchar nuestro campo artístico que otros hombres de valor antes que nosotros, y en peores tiempos y en peores condiciones, trataron también de agrandar, entre ellos Malharro.
Con este recuerdo acude a mi memoria el de otras dos grandes figuras del arte argentino, que debieron, a mi juicio, encontrarse antes que yo en esta honorable Academia: el escultor Anotonio Sibellino y el pintor Gómez Cornet, fino artista éste al que no me cansaré de poner de relieve, sobre todo ahora que las formas querrían pasar por encima de la esencia.
Gómez Cornet sintió como muchos otros en nuestro medio, el llamado de la tierra, pero supo como ningún otro, a mi entender, en nuestro medio, plasmar con talento y exquisita sensibilidad pictórica la idiosincrasia de nuestros nativos, el alma de nuestra gente de tierra adentro. Es en el arte argentino un artista de excepcional calidad y de indiscutibles valores poéticos.
En cuanto al escultor Sibellino, pienso que, en tanto que artista, realizó una obra ejemplar atento únicamente a llegar a la extrema pureza de la expresión plástica, y que como hombre fue un ejemplo de probidad, de rectitud y también de generosidad en su continuo alentar a los artistas más jóvenes, y su defensa a todo lo noble y lo honesto contribuyendo así con la obra y la acción humana a través de su existencia, a jerarquizar nuestro ambiente artístico.
Si contemplando su obra, como sucede con la de Ramón Gómez Cornet, los hombres que saben ver y quieren hacerlo, levantaran ese sutilísimo velo que se llama figuración, descubrirían la estructura oculta bajo ese velo, y de pronto, desnuda, es precisamente aquello que hoy llamamos no figuración, tanto para darle un nombre, formatura que se tiene en pie sólida, limpia y cargada de poesía.
Recordemos un instante esa larga serie de cuadros primitivos y cuatroccentistas abiertos a los innumerables paisajes que le sirven de fondo y levantemos de la misma manera mentalmente el sutilísimo velo que acabo de mencionar. ¿Qué tendríamos ante los ojos sino innumerables paisajes?
Con esto quiero decir una vez todavía lo que sostuve y sigo sosteniendo: que solamente hay dos clases de arte, represente lo que represente,: el malo y el bueno.
Puesto que no tengo precursores del sillón académico asignado, permítaseme que en el momento de ocuparlo yo recuerde algunos nombres que me son particularmente caros, inferidos en alguna época turbulenta y emocionante.: el de don Ramón Cárcano, que siendo gobernador de córdoba adquirió por decreto fundado mi cuadro “Los Bailarines” dando un ejemplo que no tiene precedentes en la historia del arte contemporáneo, por ser, sin duda, la primer obra moderna adquirida en tales condiciones, no solo en el país sino en todo el mundo. Esto sucedió en 1926, año en que importantes museos de países de civilidad legendaria rechazaban donaciones de cuadros de Cezanne, y en que la obra de Toulusse-Lautrec seguía su peregrinaje en busca de algún museo que quisiera albergarla dignamente.
Este gesto de uno de nuestros gobernantes preclaros, no lo cito en tanto que autor halagado por una compra. Lo proclamo en tanto que argentino, y con orgullo, porque no fue simplemente un gesto cayendo en el profundo vacío que reciben los gestos aislados. Fue la piedra que provoca con su peso la extensión de los círculos del agua. Hubo, es muy cierto, protestas, pero motivó también entusiasmos calurosos, saludos a Córdoba intelectual y universitaria, y sendos editoriales uno de ellos del diario La Nación de esta capital, que poniendo de relieve éxito del vanguardismo reconocía en el acto del gobierno de Córdoba un significado más interesante y plausible que la simple consagración de un género pictórico, y vertía la exacta sospecha de que era el primer caso en el mundo en que el arte revolucionario recibía una consagración oficial.
Nuestro país ha demostrado más de una vez, antes y después de Sarmiento, que es un país donde no cesa de fluir la tradicional corriente de preocupación por las expresiones auténticas de la inteligencia y de la sensibilidad, que es un país rico de reservas espirituales trascendentes, para retomar dos frases igualmente trascendentes escritas hace pocos días.
A despecho de lo que se pueda decir, y pueda quedar en mí como residuo de luchas e incomprensiones pasadas, yo me siento en deuda hacia mi tierra y hacia muchos hombres que ella acunó, que hicieron suya mi causa y se levantaron por imponer a los públicos de 1924 una nueva concepción del arte.
No lo hicieron sin fatiga, los moldes tradicionales habían configurado un esquema difícil de renovar. Son éstos los luchadores, y perdóneseme cualquier omisión: Xul Solar, Alberto Prebish, Leonardo Estarico, Ramón Gómez Cornet, Cordova Iturburu, Pablo Rojas Paz, José Ingenieros, Antonio Sibellino, Pedro Blake, Jorge Luis Borges, Alejandro Korn, Pedro Henriquez Ureña, Juan Carlos Paz, Ramón T. García, Atalaya, Ernesto Palacios, y todos o casi todos los auténticos martinfierristas.
Los tiempos han cambiado desde aquel lejano 1924. Hay ahora en nuestro país una acrecentada comprensión por las formas nuevas del arte y sobre todo un gran desarrollo en los diversos campos de la cultura. Prueba de ello esta Academia, que congrega bajo su techo las bellas artes y las bellas letras, vaya a ella mi deseo de prosperidad y labor positiva. Dentro de mi actividad, y puesto que mi destino es por ahora vivir fuera de la patria, yo me ofrezco incondicionalmente a servirla. Disponga de mí.
Gracias al señor Presidente por su generosas y encomiosas palabras. Y a mi gran amigo Julio Payró quiero agradecerle los conceptos vertidos en este recinto, y con sus palabras de ahora, las que reiteradamente hizo públicas sobre mi labor de artista desde su regreso a la patria hace una treintena de años, pero, y muy especialmente, la ayuda inmensa que me prestó cuando se arreció sobre mí multiplicándose en lenguas todas anónimas, una abominable campaña oral y pensante, fue en 1944 o 1945. Una sola voz se levantó para defenderme en tanto que hombre y que honesto funcionario: fue la de Julio Payró.
Aplausos.